Crímenes del capitalismo (III): Delitos de lesa humanidad en Guatemala

En estos días es noticia el proceso que está instruyendo la Audiencia Nacional de España contra ocho ex altos cargos guatemaltecos (jefes de Gobierno incluidos), acusados de los delitos de genocidio, terrorismo de estado, asesinatos y secuestros, presuntos culpables de la muerte o desaparición de 200.000 personas, de incontables casos de tratos crueles y degradantes, y de que un millón de personas se refugiasen en otros países, desde 1960 hasta 1996. La líder indígena guatemalteca Rigoberta Menchú fue quien presentó hace años en Madrid la demanda que inició el proceso judicial, aprovechando la presunta implicación de los imputados en el asalto a la embajada de España en Guatemala en 1980, acción en la que murieron 37 personas, entre ellas tres españoles, y de la que el propio embajador español escapó de milagro, como él mismo cuenta.

En efecto, la violencia extrema en Guatemala ha sido cosa cotidiana desde hace tanto tiempo, que nadie recuerda que la situación fuera diferente. La génesis de este terrible conflicto se encuentra en la explotación exhaustiva de las tierras guatemaltecas por parte de las multinacionales extranjeras, muy singularmente la United Fruit Company, más tarde conocida como United Brand, que desempeñó un perverso papel en la historia de Centroamérica. El hecho de que la United Fruit dependiese poderosamente de la manipulación de los derechos de uso de la tierra para mantener su dominio comercial ha traído importantes consecuencias a largo plazo para la región.

A finales del siglo XIX asumió el poder en Guatemala Manuel Estrada Cabrera, quien gobernó hasta 1920, y que fue el responsable de la entrada de capitales norteamericanos, que se adueñaron de los ferrocarriles, los puertos, la producción de energía eléctrica, los transportes marítimos, los correos internacionales y, sobre todo, de grandes extensiones de tierra, donde la poderosa United Fruit (con sede en Luisiana) producía banano cuyos frutos más tarde vendía en los E.U.A. y en Europa. Fue entonces cuando se generalizó el uso de la expresión “república bananera”, una peyorativa locución que exuda xenofobia y regusto colonial, y que cualquier persona de bien debe evitar pronunciar.

La ocurrencia de huracanes y otros desastres naturales en la feraz tierra guatemalteca obligaba a la compañía a poseer grandes cantidades de tierra sin cultivar, a modo de reservas para garantizar su producción, lo que en la práctica significaba que casi todo el terreno cultivable del país pertenecía a la empresa estadounidense. Por culpa de ello, una importante cantidad de campesinos (la mayoría descendientes de los indios mayas que en su día habitaron la ex colonia española) quedaron privados de las tierras en las que siempre habían obtenido lo necesario para sobrevivir. La situación llegó a ser grave, ya que muchas familias quedaron sin la posibilidad de sustentarse por ningún medio.

En 1945, el Gobierno progresista de Juan José Arévalo decidió llevar a cabo una reforma agraria para remediar esta situación, al mismo tiempo que se conformaba el primer sindicato campesino que reivindicaba una distribución más razonable de las tierras. Arévalo expropió a la United Fruit gran parte de las enormes cantidades de tierras que mantenía improductivas. El Gobierno norteamericano calificó dicha medida de “amenaza a los intereses de los Estados Unidos”, y una gran campaña “anticomunista” se desató desde Washington contra los Gobiernos democráticos de Arévalo y de su sucesor, Jacobo Arbenz. John Foster Dulles, secretario del Departamento de Estado y accionista de la United Fruit, consiguió que la Organización de Estados Americanos condenase las reformas del Gobierno de Arbenz.

El siguiente paso fue la invasión de Guatemala. Allen Dulles, director de la CIA y ex presidente de la United Fruit, organizó un golpe de estado militar desde Honduras en junio de 1954. Con el derrocamiento del presidente se logró la devolución de las tierras que se habían destinado a la aplicación de la reforma agraria.

Se inició en aquel momento una interminable sucesión de gobiernos militares o tutelados por éstos. Años más tarde tuvieron lugar cuatro elecciones fraudulentas (1970, 1974, 1978 y 1982) que favorecieron siempre a los candidatos de la cúpula castrense. Durante estas décadas se organizó la resistencia, y se crearon las guerrillas revolucionarias armadas. Desde 1954 a 1982, la represión que desataron los sucesivos gobiernos provocaron unas 80.000 víctimas mortales, según estimaciones de diversos organismos vinculados a la defensa de los derechos humanos. Como en tantas desgraciadas ocasiones ha ocurrido en la historia contemporánea, la defensa de los enormes beneficios económicos que suponen ciertas situaciones para unos pocos privilegiados ha desatado la furia asesina y torturadora contra las gentes que luchan por cambiar la coyuntura.

Una vez enquistada la crueldad sanguinaria, es verdaderamente difícil que la cosa resulte agradable ni siquiera para los que se benefician de que continúe el sistema que los mantiene en la opulencia. El 23 de marzo de 1982 un nuevo golpe militar impuso como nuevo jefe del Estado al general Efraín Ríos Montt, brutal personaje que tiene el atroz mérito de haber superado con sus actos la crueldad de sus predecesores. En un año de gobierno fueron asesinados más de 15.000 guatemaltecos, 70.000 buscaron refugio en países vecinos -especialmente en México-, unos 500.000 se internaron a vivir en las montañas, huyendo del ejército, y centenares de poblaciones rurales fueron devastadas.

Se impulsó con más éxito que nunca el sistema ya veterano de las “aldeas modelo” (muy parecidas a los “bantustanes” de Sudáfrica en los que se recogía a los no blancos), donde eran trasladados los campesinos a quienes se les obligaba a producir en un nuevo esquema destinado directamente a la exportación y no a su supervivencia. La mayoría de estos campesinos pertenecían a los pueblos locales llamados “indígenas”, cuyas raíces se hunden en la era precolombina. La rebeldía al traslado y a la pervivencia por medio de un mísero salario se castigaba tan duramente como hemos visto.

En 1983, la CIA orquestó un nuevo golpe de Estado para derrocar a Ríos Montt, quien ya no resultaba útil a los “intereses de los Estados Unidos”, y colocar en su lugar a un nuevo dictador títere. Hasta 1991 el Gobierno estadounidense mantuvo la ayuda militar a Guatemala, año en el que la “comunidad internacional” representada en la O.N.U. exigió el cese inmediato de las violaciones a los derechos humanos. En aquellos días, varias organizaciones humanitarias contabilizaron en los primeros nueve meses del gobierno de entonces, el de Serrano, 1.760 violaciones a los derechos humanos, de las cuales unas 650 fueron ejecuciones extrajudiciales y muertes de niños de la calle, menores de seis años.

Éstas son las horas en las que ninguno de los culpables de todos estos padecimientos ha mostrado siquiera algún arrepentimiento. Mientras tanto, millones de guatemaltecos viven en la pobreza más extrema en uno de los países más fértiles del mundo, y sufren o ven sufrir a otros una violencia pocas veces igualada en la historia de la humanidad. El dinero, de nuevo, tiene la culpa.

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