Manila

Supongo que suena raro, pero el mejor recuerdo que me queda del viaje a Filipinas fue mi parada en Ámsterdam. Tenía dos horas y pico entre un avión y otro, suficiente tiempo en teoría para que no me perdieran las maletas, pero ese lapso se convirtió en uno mayor: el avión desde la capital de los Países Bajos se retrasó en dos horas. No pude evitarlo: agarré el tren que lleva desde el aeropuerto de Schiphol a la estación Centraal de Ámsterdam -os lo recomiendo, sólo tarda quince minutos- y tuve la gran suerte de pisar por segunda vez en poco tiempo uno de los mejores lugares del mundo. Me refugié de la lluvia, casi madrileña al paso que llevamos, en un agradabilísimo café cercano a la estación, e instalé allí mi oficina: saqué el portátil -había wifi, claro-, el móvil y mis papeles, y me puse a trabajar, ayudada por una hermosa pinta de Heineken. En un momento dado, entendí que tenía que volver al aeropuerto, pero antes me senté en una de las puertas de la estación, mirando a los canales y las fantásticas casas enladrilladas de Ámsterdam, y me sintonicé el “Amsterdam” de Brel en mi reproductor mp4. Jo, qué recuerdo para enmarcar.

Hecho esto, y sin más dilaciones ni problemas, la KLM me llevó a Manila.

Pobres filipinos. Eso fue lo que pensé cuando aterrizábamos (y seguí pensando lo mismo en el despegue): la pista de aterrizaje estaba rodeada de casas hasta donde ya no es posible construir, casas paupérrimas, que evidenciaban desgracia, insalubridad y pobreza. El camino hasta el hotel no fue mejor: todo lo que vi en el camino me pareció triste, feo, pobre e imposible. Yo me alojé en un hotel de Makati, uno de los barrios hechos para que Manila no parezca demasiado espantosa para los que vienen -o venimos- a hacer negocio. Labor infructuosa: la penuria es demasiada como para no notarla.

En mis paseos por Manila pude darme cuenta de que es una ciudad terrible, caótica, hecha de cualquier manera, a lo loco y sin pensar en quiénes viven allí.

Mi experiencia personal fue buena, pero sólo gracias a las atenciones de Javier y Ana, un matrimonio estupendo que vive allí en muy buenas condiciones, y que tiene la inteligencia de saber encontrar y disfrutar lo mejor del sitio en el que viven. Gracias a ellos pudimos conocer algo más de Filipinas, a través de la recomendación que nos hicieron de contratar los servicios de Carlos, un guía filipino de pura cepa, que nos introdujo en la penosa historia de su país desde el antiguo convento de San Agustín, en el antiguo barrio español de Intramuros.

El taxista que nos llevó a Intramuros no sabía qué era la iglesia de San Agustín, así que nos colocó en la catedral -reedificada tras la Segunda Guerra Mundial-, gracias a lo cual pude tomar esta hermosa fotografía de las calesas turísticas, bonito recuerdo del dominio español:

Por cierto que los pobres caballitos, tan pequeños, me daban mucha pena. Tuvimos que caminar durante varias manzanas para llegar a la famosa iglesia agustina fundada por un par de curas vascos con ganas de ver mundo y de catequizar tagalos. Fijaos en la portada de esta iglesia, el único edificio que quedó en pie tras la guerra:

¿Qué os parecen los leones chinos? Curiosidades filipinas.

Carlos nos contó muchas cosas de la historia de Filipinas, sin ahorrarse los reproches contra los dos países colonizadores que ha sufrido el archipiélago, España y los Estados Unidos, y sin dejar de explicar qué cosas buenas habían dejado las dos colonizaciones. “Mucha gente viene a Manila y nos dicen ‘qué ciudad tan fea, no tiene centro histórico ni nada’. Claro, es la segunda ciudad peor parada tras la Segunda Guerra Mundial después de Varsovia, pero en nuestro caso nadie se ha preocupado por reconstruirla”. Nos enseñó fotografías de cómo era Manila en los años 30: una ciudad moderna, bonita, llena de alegría y de cosas que ver. Qué pena: la invasión japonesa en la SGM fue terrible (cuando el Gobierno japonés supo que Filipinas estaba perdida, el Emperador ordenó asesinar a todo aquél que un soldado tuviera a tiro: murieron 75.000 pobres inocentes), pero lo peor fue el bombardeo ordenado por el general estadounidense Mc Arthur, que consideró que más valía acabar con los japoneses invasores así, aunque los “daños colaterales” fueran numerosos. En total, en pocos días murieron 120.000 personas en Manila, y la ciudad quedó arrasada, incluido el barrio español, Intramuros.

Tras la guerra, los filipinos no recibieron ninguna ayuda exterior, y así siguen, viviendo como pueden. Sólo los terratenientes herederos de las antiguas haciendas españolas y algunos nuevos ricos viven bien. El transporte público de Manila se basa en los “jeepneys”, jeeps estadounidenses reconvertidos en camiones, peligrosos y contaminantes, pero muy vistosos:

El idioma “filipino”, que así es como se llama oficialmente, contiene un montón de palabras españolas e inglesas, y muchas palabras de origen tagalo y de las otras ochenta lenguas que se hablan en el archipiélago.

Espero volver, para visitar los maravillosos paisajes de la isla de Mindanao, o de alguna otra de las más de 7.000 islas del país.

2 comentarios ↓

#1 Pierre Miró on 06.12.08 at 5:26 pm

Ya que estuviste en Filipinas te recomiendo Las filipinianas, de Inma Chacón.

#2 Izaam on 06.14.08 at 8:18 pm

Me alegro de que vuelvas a las andadas. Un saludo :)

Deja tu comentario