La náusea

Llevo dos o tres días con la náusea. Todos mis allegados me han oído decirlo varias veces: “tengo una náusea”. Ahí está, constantemente, día y noche, no me abandona. No se trata de una sensación de vacío ante la importancia de la contingencia, como en el caso de Antoine Roquentin, sino de un vulgar síntoma de indisposición física. Es una vaga sensación de malestar estomacal, la amenaza de que me puedo poner enferma de verdad en cualquier momento. Hoy, además, me ha impedido comer algo en el desayuno, sólo he sido capaz de ingerir líquidos. Me da miedo, la náusea; me veo el fin de semana dolente y abotargada, y me acobardo.

No creo estar embarazada, así que lo más probable es que se trate de los inicios de una infección. Con esta hipótesis de trabajo hay ratos en los que me gustaría que se desencadenase la tormenta febril de una vez, para superar este trance cuanto antes, pero enseguida vuelve a mí la esperanza de poder librarme de la náusea sin que ésta dé lugar a algo aún peor.

Claro, que hay aún otra posibilidad: esta náusea también puede ser consecuencia de la hiperexposición que últimamente estoy experimentando a las sandeces que dicen en público los prebostes del Partido Popular. Es de puritita náusea lo de Aznar (en general), las propuestas programáticas de Rajoy son auténticos ataques al hígado, las declaraciones de Zaplana son asquerosas, y las ostentaciones de Esperanza Aguirre sólo pueden calificarse de nauseabundas.

Si el caso es este último, me queda más de un mes de náusea. No sé si podré resistirlo, francamente.

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