Sin comentarios personales, por favor

De todas las culturas puede una agenciarse algo. De la well mannered people (gente bien educada) británica, por ejemplo, me gusta particularmente esa sabia costumbre de evitar los comentarios personales. Hay por ahí un librito divertidísimo editado en los años 50, de cuyo húngaro autor he olvidado por desgracia el nombre, que se titula “How To Be An Alien” (“Cómo ser extranjero”). El autor explica muy convenientemente cuál es la manera habitual de comportarse del británico al uso, especialmente los ingleses. Y cómo debe relacionarse con ellos el extranjero bien intencionado. Pues bien: uno de los capítulos del ensayo humorístico se titula “No Personal Remarks, Please” (“Sin comentarios personales, por favor”), y en él se explica cuál es el disgusto habitual de un inglés bien educado si en una conversación se hace referencia explícita a la apariencia física de uno, a las enfermedades padecidas, o a las costumbres sexuales de los interlocutores. Parece sin embargo comúnmente admitida la posibilidad de conversar sobre política, deportes, apuestas en el hipódromo, hasta qué punto es conveniente deshacerse de la monarquía por la vía de la decapitación, y desde luego abundar hasta la saciedad en las múltiples y apasionantes facetas de la Meteorología, la más noble de las ciencias, inventada sin duda para salir del paso cuando uno no sabe bien qué decir. Por cierto que a propósito de esta afición a hablar sobre el clima permitidme mostraros una conversación “típicamente” inglesa, extraída de la obra mencionada, más o menos como sigue:

- It looks like we’re going to have an anti-cyclone right above us.

- Well, in fact I don’t think it is bad at all. I am quite an anti-cyclone myself.

(- Parece que vamos a tener un anticiclón encima.

- Bueno, la verdad es que no me parece mal. Yo misma soy bastante anti-ciclonista.)

Dejando el cachondeo, y volviendo al asunto, la cosa es que me suelen molestar en alto grado los comentarios personales acerca de mí. Seguramente la culpa de esto la tengan dos factores: mi inmoderada y nada aparente timidez, y una cierta inseguridad que padezco desde mi sofocada adolescencia, a la que suelo dominar en general, siempre que no me recuerden en qué se basa. Así, me incomoda especialmente que me expliquen qué opinan sobre la apariencia de mi cabello o qué le parece al personal la ropa que llevo. No suelo dar explicaciones sobre mi vida sentimental ni mis problemas económicos, ni me consuela en absoluto compartir mi mal estado de ánimo, ni mis miedos, ni mis fobias. “Cuéntame lo que te pasa, mujer. Seguro que eso te hace sentir mejor”, me dice la gente que me quiere, y a veces también la gente que no me quiere (lo que, francamente, no entiendo, si no es porque a ellos les alegra el ánimo hacer de confidentes, o en el más abyecto de los casos, hay gente que disfruta con el mal ajeno). En estos casos suelo salirme por peteneras con las maneras más correctas de las que soy capaz. No penséis, de todos modos, que no cuento mis cosas a nadie: se las cuento a dos o tres personas, cuando realmente tengo necesidad de ello. Tampoco es cuestión de llevar los principios hasta extremos patológicos. Para terminar conmigo, quiero dejar constancia de que, en justicia, yo tampoco me suelo meter en las vidas ajenas, a menos que así se me requiera o haya un buen motivo para hacerlo, tipo “lo quiero tanto que no puedo evitar preguntarle cómo se encuentra”. No es tan difícil respetar la intimidad de los demás.

Hay también una faceta más dialéctica de la conveniencia de seguir este adagio, y que tiene que ver con análisis de otra índole. Cuando una critica el comportamiento público del presidente de los EEUU, por ejemplo, no hay necesidad alguna de conocer detalles sobre su vida privada. ¿Qué más me da a mí que John Fitzgerald Kennedy tuviera un lío con ésta o con aquélla? Lo mismo ocurre en muchas otras ocasiones. El otro día, por ejemplo, por culpa de una cosa que escribí sobre Zoé Valdés, recibí un mensaje en mi correo electrónico que me sumió en un profundo disgusto. En él me especificaban, con lenguaje soez y chafardero contenido, cuáles eran las circunstancias personales de la escritora cubana, a las que yo no tengo ninguna necesidad de apelar. Sin embargo, si se me explica algo que yo desconocía sobre Valdés -y que me tenía que haber olido, si fuera un poco más avispada-, como es su pasado de ferviente castrista, la cosa cambia. Porque este dato es pertinente, y me viene bien para afirmar lo que siempre he dicho, y muchos otros también: en multitud de ocasiones, no hay más grande fanatismo que el que proviene de un converso.

“Loyola de Palacio es homosexual.” ¿Y a mí qué? A mí lo que me importa es su manera de hacer política. “El alcalde de Marbella se ha liado con la Pantoja.” Pues muy bien. Los mismos que ahora critican sin parar los presuntos cuernos que ha provocado el alcalde del GIL, han apoyado su gestión delincuente del municipio malagueño, y se han aprovechado de ella.

En general, me pasa lo mismo con la vida de escritores, músicos, pintores, arquitectos, y artistas de cualquier disciplina. Os aseguro que me importa un ardite lo que el gran, el inmenso, el magnífico y desgraciadamente inimitable Michel Angelo Buonarotti, haya hecho fuera de su vida profesional. Y lo mismo me pasa con mis profundamente admirados Caravaggio, Goya, Brecht, Ray Davies, Cellini, Mozart, Hogarth…

Todo esto, siempre y cuando los comentarios personales no sean buenos. Porque en ese caso, creo que hay que darles publicidad. Ya se sabe: “si no tienes nada bueno que decir sobre (la vida personal de) los demás (y lo que tengas que decir no viene al caso), permanece callado.” Amén.

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