Donde se cuentan mil zarandajas internáuticas que acontecieron a la famosa escribidora que da nombre a esta sección, con otras cosas en verdad harto buenas

Podría decir que nunca olvidaré la mañana en la que aquella gente entró en mi vida. Podría hacerlo, pero no sin mentir como una alcohólica despechada. La he olvidado por completo. Ni siquiera recuerdo a cuánto ascendió ese día la humedad relativa del aire, ni cuál fue el número de visitantes a la Casita del Príncipe de Aranjuez. A pesar de desconocer datos tan trascendentales y que tanto ayudarían al correcto devenir de este relato, aprovecho mi natural arrojado, y despreciando los riesgos y tal y cual, me aventuro a explicaros qué ocurrió aquella calurosa -pongamos por caso- mañana en la que voy a situar la acción.

Supongo que el párrafo anterior ya os habrá predispuesto a la lectura. Si no es así, confieso que es lo máximo que mi capacidad intriguista es capaz de ofrecer, de modo que si no os ha convencido lo leído no debéis esperar que la cosa se anime. En estos casos conviene ser lo más realista posible, para no provocar una frustración lectora que pueda dar lugar a efectos secundarios ajenos a mi jurisdicción. Puestas las cosas en claro, procedamos con lo que aquí nos trae.

Que no es otra cosa que rememorar aquella mañana en la que mi vida dio un giro de bastantes grados, entre 120 y 180, a ojo de buen cubero. Recuerdo como si fuera hoy (permítaseme la licencia de obras) que andaba yo cavilando sobre las nuevas tecnologías –creo recordar que entonces aún lo eran-, lo que inventa el hombre blanco, y que las ciencias adelantan que es una barbaridad. Naturalmente, os preguntaréis a cuento de qué me encontraba yo inmersa en tales conjeturas tecnológicas. Seguramente aclare vuestra incertidumbre el hecho de que aquel día, por vez primera, me encontraba en mi mesa de trabajo con tiempo suficiente para navegar a gogó por internet, sin el mínimo atisbo de sentimiento de culpabilidad por el derroche de tiempo y dinero. Al fin y al cabo, ni el primero me pertenece cuando estoy trabajando, ni el segundo me pertenece por lo general. Con tal disposición personal, me dediqué a visitar sitios web con más esperanza que éxito. Tras un alocado periplo por la red, entendí que lo más interesante que cabía hacer era leer gratis los periódicos, a riesgo de quedarme aún más miope, contingencia de la que hice caso omiso. La cuestión es que yo era seguidora furibunda, en la versión papelera, de uno de los columnistas de El Mundo. Tras leer –gratis, repito, gratis- su columna, encontré un enlace a su propia página web. La cual visité. Y en ella hallé otro vínculo, esta vez a su dirección de correo electrónico. Como quiera que por aquel entonces no disponía de cuenta propia, y quería establecer contacto con el periodista, me informé a toda pastilla de cómo agenciarme una dirección de correo –gratuita, naturalmente-, cosa que hice en efecto. La utilicé para escribir al mencionado articulista, que tuvo la bondad de contestarme. Yo hice lo propio, y correo viene y correo va, nos hicimos amigos.

Como es lógico, muchos antes que yo, otra importante porción después, y no pocos al mismo tiempo, hicieron lo mismo. De lo que resultó un conjunto de habituales que dábamos la lata al periodista de marras con una periodicidad más o menos igual de molesta. Un buen día, al receptor de los mensajes se le ocurrió que no sería mala cosa que empezáramos a darnos la tabarra unos a otros para aligerar su bandeja de entrada. Preparó una lista de correo en la que descargar nuestras iras, y logró su propósito: en poco tiempo, ya nos conocíamos lo suficiente como para expresar sin tapujos qué opinión nos merecíamos respectivamente.

En lo que a mí concierne, el foro de debate me ha servido para escribir mucho más de lo que solía hacerlo, lo que tiene inevitables consecuencias. La práctica sirve de rodaje literario, y si bien no me he convertido en una Emily Dickinson castiza, al menos he conseguido un deleznable e inconsistente estilo personal. Por otra parte, gracias a las habilidades mafiosas que la Providencia me regaló, he conseguido, a base de amenazas y chantajes, que el escribidor con el que comencé mi vida internáutica publique mis tonterías en su página. Y todo esto, gratis. Viva la informática.<

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